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jueves, 27 de noviembre de 2014

¿La saliva es mejor que cualquier enjuague bucal?


Aunque la saliva de nuestra boca, por mucho que nos cepillemos los dientes, es una ciénaga de bacterias, también constituye un milagro antimicrobiano (pues las primeras necesitan a las últimas), y es un gran exterminador de gérmenes.

De hecho, la eficacia de nuestra saliva es tal que supera a cualquier enjuague bucal, pues nuestra saliva tiene propiedades no aglomerantes, es decir, impide a las bacterias formar colonias en dientes y encías. Además, los enjuagues prueban que son eficaces contra bacterias que se pueden cultivar en laboratorio, pero la mitad de nuestras bacterias orales solo crecen en la boca.

Según explica Mary Roach en su libro Glup:

Las virtudes antimicrobianas de la saliva explican algunos de los remedios medicinales rurales que aparecieron ya a principios del siglo XVII. Un tratado de 1763 aboga por aplicar “la saliva en ayuno de un hombre o una mujer mayor de setenta u ochenta años de edad” a las úlceras causadas por la sífilis en el glande del pene. Como decía la antigua prescripción china de Materia Medica: “aplicada bajo los brazos sirve para contrarrestar el malo olor del sudor”.

Por ello, las heridas que se producen dentro de la boca sanan mucho más rápido. En un estudio con ratas de 2008, se comprobó que los animales que se lamen las heridas se curan más rápidamente que los que no podían hacerlo (porque se les había neutralizado las glándulas salivales).

La saliva humana contiene histatinas, que aceleran el cierre de las bacterias independientemente de su acción antibacteriana. Investigadores holandeses consiguieron reproducirlo y observarlo en el laboratorio. Cultivaron células de la piel, las rascaron con una pequeña puntita estéril, las humedecieron en saliva de seis personas diferentes y controlaron lo rápidamente que se curaban las heridas, en comparación con las muestras de control.

Mala fama

Entonces ¿por qué la saliva tiene tan mala fama, por ejemplo, entre cierta comunidad médica? No es extraño si tenemos en cuenta que el personal de urgencias de un hospital trata no pocas infecciones producidas por mordiscos humanos. Sí, gente que muerde a otra.

Pero aquí hay que hacer una aclaración. Solo 1 de cada 62 pacientes con mordiscos humanos desarrollan una infección si no les suministran antibióticos. El problema es que muchos mordiscos se producen en peleas.

Los mordiscos de peleas suelen infectarse, pero es tanto culpa del nudillo como de la saliva. A los tendones y a las capas de nudillos relativamente poca sangre, de manera que el sistema inmune tiene menos recursos para contraatacar. (El cartílago de la oreja tampoco está irrigado por el sistema vascular, así que si planea pelearse con Mile Tyson, mejor que practique la desinfección de heridas).


¿Por qué nos ponemos a bailar cuando suena música?


Algunos se resisten, como lo intenta infructuosamente Kevin Kline en In & Out, en aquella famosa escena en la que suena el I Will Survive de Gloria Gaynor, pero hasta el más pintado acaba moviendo el esqueleto en cuanto suena música marchosa.

¿Por qué sucede algo así? ¿Qué extraña magia transmite en pentagrama que, cual varilla de virtudes de un marionetista, consigue mover nuestras extremidades y que la cabeza se nos agite adelante y atrás, al compás?

Interacción con el sonido

Nuestro oído transforma el choque de moléculas presente en el aire en señales bioeléctricas con las que el cerebro formula el universo sonoro.

En el interior del oído interno poseemos un órgano nervioso responsable de las sensaciones auditivas, la cóclea, que está formada por una pared membranosa que tapiza su interior y por una membrana que flota en el líquido intersticial, como una de esas algas que vemos mecerse al ritmo de las olas. Tal y como explica Alain Lieury en ¿A qué juega mi cerebro?:

Al ondularse, la membrana entra en contacto con los cilios de las neuronas especializadas, encastradas en la base. Esa estimulación de la cóclea, a merced de las olas, produce los potenciales bioeléctricos, comienzo de la señal auditiva. El nervio auditivo está formado por la reunión de los axones de las neuronas. Dicho nervio lleva la información a distintos centros del cerebro, que a su vez, y en función de su especialidad, interpretarán la señal como ruido, música o palabras.

Hasta aquí, la parte, digamos más convencional, la puramente biomecánica. Pero ¿qué nos empuja a bailar tras interpretar como un ritmo lo que escuchamos?

La razón profunda se desconoce, seguramente es una mezcla de cultura y segregación de neurotransmisores que inducen bienestar y excitación. Lieury también añade que podría haber cierta influencia de la ondulación de la cóclea:

Algunos parámetros sonoros están vinculados a los fenómenos de presión, es decir, al choque de las moléculas contra el tímpano, lo que algunas veces implica s ruptura. Pero, en el oído interno, el sonido se transforma en ondulaciones y, probablemente, sea ése el origen de la danza, es decir nuestra tendencia irresistible a asociar movimientos ondulatorios a los sonidos.

También los patrones de percusión en los que la complejidad musical se balancea con un ritmo predecible influyen en el disfrute de la música y el deseo de bailarla, según una investigación difundida en Public Library of Sciences ONE.


¿Hemos alcanzado los límites de la agricultura?


Según cifras de la ONU, todavía hay 925 millones de personas que no tienen suficiente para comer. Es decir, casi uno de cada siete personas del mundo. La malnutrición mata 10,9 millones de niños en el mundo. En los países en vías de desarrollo, uno de cada tres niños presenta retrasos debido a la malnutrición. La falta de vitamina A mata un millón de niños al año.

Frente a este panorama desolador, ¿podemos albergar la esperanza de alimentar a toda la humanidad? Sin un reparto más eficiente de la comida que ya cultivamos, ¿los campos son suficientes? ¿Estamos alcanzando los límites de la agricultura? ¿En breve esto se parecerá demasiado a lo que sucede en Interstellar?
El salto cuántico

La eficiencia en la agricultura no ha dejado de crecer, sobre todo a lo largo del siglo XX. Por ejemplo, gracias a Fritz Haber y Carl Bosch. Ellos fueron los inventores de un sistema para fabricar grandes cantidades de fertilizante de nitrógeno inorgánico a partir de vapor, metano y aire.

Hoy en día hemos llegado a esta proporción: cada caloría de alimentos nos cuesta diez calorías de petróleo, según señala Peter H. Diamandis en su libro Abundancia. Pero el sistema se está agotando:

En un mundo que se enfrenta a la escasez de energía, solo esto hace que el proceso sea insostenible. Los sistemas de irrigación han secado nuestras reservas. Los mayores acuíferos, tanto de China como de la India, casi han desaparecido, dando como resultado cuencas polvorientas mucho peores que las que padeció el Medio Oeste norteamericano en los años treinta del siglo pasado.

Muchas tecnologías ya han dado todo lo que podían dar de sí, tal y como explica Lester Brown, fundador del Instituto Worldwatch y también del Instituto Earth Policy:

Japón, por ejemplo, ha utilizado prácticamente todas las tecnologías disponibles, y la producción de arroz no ha crecido durante catorce años. Corea del Sur y China se enfrentan a situaciones similares. La producción de trigo de Francia, Alemania y Gran Bretaña, los tres países que suman una octava parte de la producción mundial, también se ha estancado, y los cultivos industriales han dejado a los países más pobres en una situación aún más precaria.

Con todo, la tecnología nos ha permitido hacer cosas que hace unos años eran impensables en el ámbito de la eficiencia del cultivo de alimentos. Ahora cultivamos el 38 % de toda la tierra del planeta, pero si las tasas de producción se hubieran mantenido tal y como eran en 1961, por ejemplo, ahora necesitaríamos el 82 % de la Tierra para producir lo mismo.

El futuro


800px Transformation With AgrobacteriumLa solución a este problema ya no pasa ni siquiera por determinar si usamos organismos genéticamente modificados o no los usamos. En 1996 había 1,7 millones de hectáreas de cultivos biotecnológicos en todo el mundo. En 2010, 148 millones. Estamos hablando de que esta tecnología agrícola es la más rápidamente adoptada en la historia, a pesar de las críticas.

Los OGM ya se usan. Ya no forma parte del debate. Eso no quiere decir que no deban desarrollarse mejores técnicas biotecnológicas. Pero evitar su uso dadas las circunstancias, hasta que llegue una forma más eficaz de cultivo de alimentos, resulta complicado. Tenerle miedo a las OGM en una situación en la que ofrece tantas ventajas se funda más en el síndrome de Frankenstein que en un análisis serio, como ya sugiere un importante meta-análisis acerca de los posibles perjuicios de los transgénicos.

De hecho, la agricultura en sí misma ha sido, a lo largo de la historia, un relato de cómo los seres humanos han ido cambiando el ADN de las plantas:

Durante un tiempo muy largo, el cruce fue el método preferido, pero entonces llegó Mendel y sus guisantes. Conforme empezamos a entender cómo funciona la genética, los científicos intentaron todo tipo de técnicas salvajes para inducir mutaciones. Bañamos semillas en cancerígenos y las bombardeamos con radiación, a veces dentro de reactores nucleares. Hay por ahí más de 2.250 de esos mutantes; la mayoría tienen el certificado de “orgánicos”. Por otra parte, la ingeniería genética nos permite ser más precisos en nuestra búsqueda de nuevas características.


El médico que quería saber cómo te sientes al ahorcarte


Algunos científicos han puesto en peligro su propia vida en aras del avance de la ciencia. Podéis leer algunas de estas historias en Cinco científicos que experimentaron con ellos mismos.

Pero el caso que hoy abordamos es particularmente suicida. No en vano, aquí el científico de marras quiso averiguar qué se siente, en primera persona, cuando te ahorcas.

El protagonista de esta esperpéntica historia es Nicolas Minovici, un médico forense rumano que en 1905 publicó un tratado acerca del ahorcamiento, después de haber pasado por sus manos muchos suicidas que había muerto con este método.

Pero Minovici no tenía suficiente recopilando datos estadísticos sobre la edad de los ahorcados, su profesión, su sexo, las razones del suicidio, el lugar de la habitación donde lo llevó a cabo, si se usó cuerda, cinturón, cordel o cable de la lámpara y un largo etcétera.

Lo que realmente interesaba a Minovici era profundizar en la forma en sobrevenía la muerte cuando te colgabas y la cuerda presionaba tu cuello. Como las pruebas con cadáveres y con animales vivos no le resultaron lo suficientemente satisfactorias, al final quiso probar con él mismo.

Tal y como lo explica Pierre Barthélémy en su libro Crónicas de ciencia improbable:

Nuestro hombre empezó por una sesión de autoestrangulamiento con las manos desnudas, a la que puso fin para no desvanecerse. Luego prosiguió con un ahorcamiento llamado “incompleto”, el que una parte de su cuerpo permaneció en contacto con el suelo, de modo que la cuerda no tirara de toda su masa. Por último, pasó al ahorcamiento “completo”. Como un deportista que calienta antes de un esfuerzo violento, efectuó una primera sesión, aunque no con una cuerda sino con una toalla tensada: “Realicé seis o siete ahorcamientos de cuatro o cinco segundos para poder acostumbrarme a ello. Durante todo ese tiempo, el cuerpo se encontraba a uno o dos metros por encima del suelo.

Más tarde se sometió a pruebas más duras, pero no aguantó más de 26 segundos. Al parecer, el dolor era insoportable, sobre todo si usaba una cuerda de verdad, tal y como él mismo narra:

En cuanto los pies abandonan el suelo, los párpados se contraen violentamente; además el cierre de las vías respiratorias es tan hermético que resulta imposible respirar. Ni siquiera oía la voz de uno de mis empleados que se encargaba de tirar de la cuerda y de contar el número de segundos. Los oídos me silbaban y los dolores, así como la necesidad de respirar, no me permitieron soportar más tiempo el experimento.

Durante un tiempo muy largo, el cruce fue el método preferido, pero entonces llegó Mendel y sus guisantes. Conforme empezamos a entender cómo funciona la genética, los científicos intentaron todo tipo de técnicas salvajes para inducir mutaciones. Bañamos semillas en cancerígenos y las bombardeamos con radiación, a veces dentro de reactores nucleares. Hay por ahí más de 2.250 de esos mutantes; la mayoría tienen el certificado de “orgánicos”. Por otra parte, la ingeniería genética nos permite ser más precisos en nuestra búsqueda de nuevas características.

Fuente xatakaciencia.com

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